La historia universal nos muestra cómo la actividad económica humana está muy amarrada al desarrollo humano, tal cual lo define el nobel Amartya Kumar Sen. Sorprende pensar que en ninguna época precedente ha gozado la humanidad de los niveles de prosperidad económica que hoy son esperados en las sociedades del primer mundo y que las sociedades en vías de desarrollo nos afanamos por emular.
Este dinamismo se pudo ver claramente en dos momentos: en 1945, cuando el fin de la Segunda Guerra Mundial impuso sobre gran parte de las sociedades conocidas la idea de que las personas nacimos con una serie de derechos inalienables; y en 1989, cuando la caída del muro de Berlín permitió que estos derechos fueran compartidos por el otro lado del mundo creado a partir de 1945.
República Dominicana también es testigo de que a mayor libertad, mayor prosperidad. Nuestro crecimiento económico que asombra desde hace años a los eruditos de la tierra sólo vino después de la caída de Trujillo Molina y su régimen de opresión.
Este hecho, que era altamente conocido y coreado por los intelectuales de los años 70 y 80, parece hoy haber sido olvidado por una sociedad que sobrevive en un populismo obnubilante y que promueve estadios y políticas públicas anteriores a 1945. Algo que puede seducir a los nuevos ricos de nuestra sociedad o a quienes por cualquier razón no han disfrutado del beneficio de la educación. Pero, los demás, esos que hemos leído historia debemos alzar nuestra voz y recordar.
En la República Dominicana de 1945, militares, religiosos y políticos corruptos ocupaban los primeros cargos. Mientras que pensar era una actividad que frecuentemente llevaba a la cárcel si no a la silla eléctrica, el 75% de la población era rural, y ese mismo número representaba a las personas por debajo de la línea de pobreza y atrapados en el analfabetismo. El trabajo era escaso y pocas personas, todas tremendamente cercanas al dictador, controlaban la vida económica nacional.
El presidente Abinader, tan preocupado por su legado, debe pensar bien qué es lo que quiere dejar versus qué es lo que nos va a dejar. Dejar sin protección legal a los excluidos, muy particularmente a las mujeres, mientras se crean situaciones de protección privilegiada para los militares y los religiosos exacerba la fibra social y la pone a prueba. Una práctica riesgosa típica de una república bananera que se empeña por no salir del subdesarrollo. Una práctica que sólo nos llevará a 1945.
Un detalle que frecuentemente se olvida: históricamente, la mujer como colectivo, ha sido el ser humano más explotado por más tiempo por el hombre. Independientemente de la civilización, la religión, del color de piel o de cualquier otro diferendo que los hombres hemos usado para pelearnos en la Tierra, ningún otro ser ha sido tan explotado e ignorado como la mujer.
Una realidad que se le hizo evidente al mundo con la llegada de las sufragistas a mediados del siglo XIX y luego con la filosofía existencialista de la gran pensadora Simone de Beauvoir. En este sentido, su lucha recién inicia. Ahora bien, su liberación anuncia nuevos niveles de prosperidad para la humanidad. No por ser mujeres, sino por ser las últimas con necesidad de inclusión.
Esto dicho, es necesario precisar que detrás de todo el mundo civilizado, remando con dificultad, parece venir una República Dominicana a regañadientes y confusa, con cuotas de feminicidios, embarazos infantiles y abandono profesional femenino que asustan a cualquier observador social imparcial.
Gran parte de nuestra sociedad parece anclada, ya sea por creencias religiosas, por añoranzas de un pasado que no fue o por un apego a un privilegio tan indignante como irritante, a la idea de que la mujer debe seguir siendo tratada como una cosa propiedad de un hombre, que la mujer debe vivir en una esclavitud, benigna tal vez, pero esclavitud, al fin y al cabo.
Esto que digo, que muchos rechazarán prima facie, se basa en dos realidades concretas: 1) La mayoría de la sociedad dominicana entiende que la mujer debe ser segunda en la jerarquía familiar. 2) La mayoría de la sociedad dominicana entiende que la mujer es incapaz de decidir por sí misma lo que es mejor para ella y para su prole.
Independientemente de cualquier creencia moral o religiosa, la mujer debe tener el derecho a ser igual al hombre. Esto incluye, casarse si quiere y con quien quiere, ser sexual si quiere y cuando quiere, embarazarse si quiere y cuando quiera y parir si quiere y cuando quiere.
Como cualquier derecho, estos preceptos no son absolutos, pero sí deben ser universalmente entendidos y aceptados. En este sentido, nuestras leyes y nuestra jurisprudencia deben ser inequívocas, si los dominicanos -hombres y mujeres- de verdad, queremos ser libres y entrar en esa tan elusiva prosperidad. Cualquier condición o creencia moral o religiosa que se quiera poner sobre lo dicho en la oración precedente debe venir después de que los derechos mencionados estén asegurados. Y esa condición, creencia o decisión debe venir no como una imposición legal, nunca como una imposición legal, sino como una expresión verdaderamente libre de la voluntad individual de cada mujer.
Y esto, no por razones morales, ideológicas o religiosas, las cuales, aunque me asisten, no son las que invoco. Estos derechos deben ser concedidos por razones puramente prácticas y económicas. La historia moderna demuestra que ninguna sociedad puede funcionar con una parte de ella montada sobre las espaldas de la otra parte. Ya no. A partir de la Segunda Guerra Mundial, el mundo entró en un nuevo orden donde cada persona independientemente de raza, sexo, edad, origen o cualquier otra condición definitoria, es asistida por una serie de derechos inalienables.
Como dijimos antes, no es casual el crecimiento económico vertiginoso de República Dominicana a partir de la caída de Trujillo.
Este crecimiento se explica en ciudadanos cada vez más libres para prosperar, y en ese prosperar, arrastrar a la sociedad en que viven.
Es por esta sencilla razón económica que la nación dominicana no puede avanzar, y menos en paz, subyugando a la mitad de su población.